Libertad. Un término que siempre me representó, aunque
parezca contradictorio, de pequeña no podía conocer el mundo, de hecho, hasta
que no tuve catorce años no disfruté de la oportunidad de ver lo que pasaba
fuera de casa. Desde la primera vez que salí de casa quedé hipnotizada por la
vida, la libertad me llamaba a gritos y mi insaciable curiosidad por conocer
cosas nuevas y aprender de nuevas experiencias me empujaba en una corriente de
emociones. Diría que esa fue la edad en la que la libertad me cautivó y se
apoderó irremediablemente de mí. Cuando había problemas en casa sólo bastaba
con encerrarme en mi habitación, abrir la ventana silenciosamente, coger papel y lápiz y salir
volando.
La primera vez que lo hice estuve a punto de aterrizar en el jardín de casa, casi beso el
suelo con la cara, no sé cómo tuve el valor de salir y tirarme en caída libre sin mirar. Pero lo más sorprendente no es eso, sino que justo a diez
centímetros del suelo pude controlar mi vuelo, desplegar mis alas y comenzar a
elevarme, más, más, más alto, hasta alcanzar a las gaviotas y volar con ellas a través de mis sueños
¿Cómo describir la sensación de libertad que invadió mi
cuerpo?
Me resulta imposible, sólo se trata de sentirlo, sólo así se
puede comprender, sólo experimentando se puede sentir. La libertad más pura se
abría paso a través de la pluma y mis alas me la brindaban como un regalo de la vida.
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