Sentiversos: La sombra que mató a la abuela

01 marzo 2017

La sombra que mató a la abuela

Como cada viernes, papá y mamá llegaron a la escuela y me preguntaron si tenía muchas ganas de pasar el fin de semana con la abuela.
-¡Sí! - Grité entusiasmado como siempre.

La abuela Elsa vivía en un pequeño pueblo situado a las afueras de la ciudad. Estaba tan lejos que el viaje en coche duraba horas y siempre llegábamos bien entrada la noche.
Se trataba de uno de esos pueblos que poseen un encanto especial y se mantienen intactos ante el paso del tiempo, como si estuvieran congelados desde en momento en el que fueron fundados.

La casita de la abuela era muy sencilla, pero eso la convertía en un hogar muy acogedor. Tenía un modesto salón que nos daba la bienvenida al cruzar la puerta principal. Al fondo, estaba la cocina, cuya decoración estaba impregnada del ambiente rural que rodeaba la casa y cuyas ventanas ofrecían unas maravillosas vistas del amplio jardín trasero, al que se accedía a través de la puerta trasera de la cocina y en el que yo pasaba horas y horas jugando cada fin de semana. Un jardín en el que había flores de mil colores diferentes, mariposas y mariquitas revoloteando por todas partes, lagartijas buscando escondrijos entre los huecos de la pared de piedra y árboles robustos en cuyas copas se escondían inquietos pájaros cantarines.
Dentro, una estrecha escalera conectaba el salón con la planta superior, en la que se encontraban el baño, la habitación principal y la habitación de invitados; así como un largo balcón en el que se podía contemplar las vistas del paisaje rural y el jardín.
Alrededor sólo se podían divisar dos o tres casas dispersadas. Eran casas de campo en las que sus dueños solo se hospedaban durante la época estival.
Así vivía la abuela, sola en aquella pequeña casita en la que pasaba las horas dedicándose a coser y cuidar de sus amadas flores. 

Siempre que llegábamos mamá, papá y yo, le llevábamos alguna que otra manta y las provisiones necesarias para la semana, ya que las tiendas más cercanas se encontraban a un par de kilómetros de la casa y la abuela no tenía coche ni sabía conducir. Antaño iba caminando con el abuelo pero, desde que él murió y ella se operó de la cadera, comenzó a cansarse más rápido, hasta que ya no pudo caminar demasiado. 

Así pues, cuando la abuela nos abría la puerta, yo me tiraba a sus brazos y ella me besuqueaba toda la cara mientras me estrujaba entre sus cálidos brazos. Luego saludaba a mis padres mientras yo me sentaba en el salón, frente a la chimenea, y comenzaba a jugar con los coches antiguos que ella guardaba para mí. Papá se sentaba a ver la televisión y mamá y la abuela se metían en la cocina para preparar la cena mientras charlaban alegremente de mil temas distintos. Luego papá y yo preparábamos la mesa y le gastábamos alguna que otra broma a la abuela mientras nos sentábamos todos juntos a comer.
Al día siguiente yo me pasaba toda la mañana jugando en el jardín mientras papá reparaba pequeños desperfectos en la casa y mamá y Elsa se sentaban a coser y cantar.
Así, cada semana yo esparaba con impaciencia que llegara el viernes para visitar a la abuela.
Y aunque el pueblo permanecía congelado en el tiempo, la abuela siguió envejeciendo. La sonrisa se fue apagando de su cara y el brillo de sus ojos ya casi había desaparecido. Ya había cumplido 65 años y, aunque su vitalidad se resistía a abandonarla, su salud ya estaba deteriorada. 

Las rodillas no le respondían como antes, así que ya no me cogía en brazos.
Los temas de conversación no eran tan divertidos, siempre hablaban de cosas complicadas que yo no comprendía.
-¿Qué significa dedas, papá? -Pregunté un sábado.
-¿Dedas? ¿Dónde has escuchado eso, hijo?
-Abuela Elsa dijo, "las dedas me van a ahogar".
-No, Jorge. Se dice "deudas". No significa nada, no deberías espiar las conversaciones ajenas. Ya sabes, son cosas de adultos. Aún eres muy pequeño para comprenderlo, cuando seas mayor entenderás muchas cosas. De momento, está mal escuchar las conversaciones de los adultos. 

Poco a poco, llegó el otoño. Las hojas de los árboles comenzaron a caer, los pájaros dejaron de cantar, las flores perdieron sus vivos colores, las mariposas y las mariquitas volaron a otro lugar y las lagartijas se escondieron. 
Papá ya no me dejaba salir a jugar al jardín porque hacía mucho frío y yo me aburría como una ostra mientras pasaba horas tirado en la alfombra frente a la chimenea, jugando con coches antiguos y viendo la vieja tele que cada vez sintonizaba menos canales de dibujos animados.
Los viernes ya no tenía tantas ganas de ir al pueblo, hacía frío y yo me aburría en aquella casa en la que no podía hacer nada. La abuela ya no me hacía caso, nadie me hacía caso y siempre me respondían que estaban hablando de cosas de adultos y que no debía molestarles.

Un viernes llegamos muy tarde a la casa, había tormenta y se había ido la luz en todo el pueblo. Todo estaba a oscuras y aquel lugar parecía terrorífico a la luz de los rayos. Bajo la lluvia corrimos a refugiarnos en el salón, pero al tocar el timbre nadie abrió. Mamá tenía la llave y se apresuró a abrir la puerta. Cuando entramos, lo mojamos todo a nuestro paso. La abuela estaba acostada en el sillón, nos saludó con un hilo de voz y dijo que había toallas limpias en el baño. 
-¡Jorge, corre! ¡Sube al baño a quitarte esa ropa empapada para que te des una ducha calentita!
-No, querida. Me temo que no hay agua caliente. Pero el niño tiene ropa limpia y seca en la habitación de invitados.
-¿No hay agua caliente? -Gritó mamá enfadada.
Entonces la abuela le tendió una carta. Mamá la leyó mientras papá no dejaba de gritarme que subiera al baño de inmediato.

Esa noche cené solo en la cocina mientras los adultos hablaban acaloradamente en el salón. Me comí un par de galletas mustias y un vaso de leche fría. Quise ver la tele un rato, echaban mi serie de dibujos favorita, pero papá me mandó a la cama. 
Fue el fin de semana más aburrido de la historia, no había tele, las goteras no dejaban de colarse por todos lados, no volvía la luz y hacía mucho frío. 
El temporal amainó y la semana siguiente volvimos a visitar a la abuela, pero la casa seguía a oscuras. La abuela empezaba a oler raro y el ambiente estaba cargado de humedad. Ese fin de semana llenamos el coche de comida y velas para la abuela Elsa. Yo pensé que íbamos a dar una gran fiesta y me puse muy contento. Pero no hubo ninguna fiesta. 

Las semanas pasaban lentamente y en casa papá y mamá discutían siempre y hablaban sobre Elsa, sobre dinero y facturas.
Llegó el viernes de nuevo, pero esa vez papá y yo nos quedamos en casa mientras mamá iba al pueblo. 
-¿No vamos a ver a la abuela Elsa? -Pregunté.
-No, este fin de semana tú y yo nos vamos de excursión a un sitio muy especial.
-¿Dónde? ¿Dónde?
-Vamos... ¡Al zoo!
-¡Bien! -Exclamé saltando de alegría.

Pasó otra semana más, el viernes llegó, el invierno trajo nieve y el tiempo se heló. Papá dudó si visitar a la abuela o no, pero decidió ir para ayudar a mamá. Cuando llegamos, la casa estaba llena de velas, pero seguía sumisa en una oscuridad casi absoluta. Había un silencio inquietante y mamá tenía la mirada perdida. La abuela seguía en el sillón ¿No se había movido de ahí desde la última vez? Quiso que me acercara para besarme y achucharme pero cuando lo hice sentí el impulso de alejarme de ella. La abuela apestaba, esa manta que tenía por encima estaba húmeda y olía a polvo. La casa olía a polvo y a cerrado y todo parecía sucio y triste. La cocina estaba vacía, ya no había golosinas en los armarios.
-¡Papá! Yo me aburro aquí. Huele mal y no hay tele. Quiero irme a casa. Vamos al parque de atracciones o al zoo o algo...
-¡Jorge! ¡Cállate! En un rato nos vamos.

Ahora odiaba salir de clase los viernes para meterme en un coche y viajar durante horas escuchando a mis padres discutir hasta llegar a ese frío e insólito pueblo donde la abuela, que se había convertido en una vieja gruñona, desenmarañada y maloliente, nos esperaba acostada en su cutre sillón con la misma manta húmeda de cada fin de semana. Yo me preguntaba cómo era posible que aquella pobre manta no se hubiera desintegrado ya. La abuela seguía intentando atraparme entre sus brazos para abrazarme y besarme como siempre hacía. Era el único momento en que sonreía, si lograba atraparme, porque yo siempre intentaba zafarme de sus mugrientos brazos. Caminaba mucho más encorbada, las pocas veces que lograba tenerse en pie, y se quejaba de dolores en los huesos. Decía que el frío se le había metido dentro. 
Ahora la casa parecía estar congelada, la nieve se acumulaba en la entrada y dentro ni siquiera el fuego de la chimenea conseguía calentar el ambiente aunque las velas se apoderaban de toda la estancia. El lugar apestaba y todo cuanto podía ver era polvo y suciedad, aunque mamá se empeñara en limpiar cada fin de semana.

Un miércoles no fui al cole porque estaba resfriado y tenía fiebre.
-Mamá, ¿dónde está el mando de la tele? Quiero ver los dibus.
-Vale, Jorge. yo ahora te los pongo. Acuéstate en el sillón calentito y coge tu manta. La estufa está encendida, no te acerques que quema.
Mamá vino al salón y encendió la tele.
-El incendio se produjo de madrugada. Según los bomberos, la causa puede ser una vela mal apagada. La señora, una anciana de 70 años, vivía sola en casa. Se desconoce si tenía familiares pero de momento se ha confirmado que se hallaba sola en el momento en que se produjo el trágico suceso que ha acabado con su vida.
-¡Venga! ¡Ponme los dibus, mamá! Cambia el canal.
Ella no respondió. 
Me levanté del sillón muy enfadado, eran las nueve y cinco y ya había empezado mi serie favorita.
-¡Dame el mando! -Grité con la intención de arrebatárselo de las manos. 
Pero no estaba entre sus manos, estaba en el suelo, con el compartimento de las pilas vacío.
-¡Jo! ¿Y ahora dónde están las pilas? ¡Lo has roto!
Ella no respondió.
Entonces la miré. Estaba congelada y lo único que se movía en su rostro eran las lágrimas que corrían por sus mejillas.
De repente papá abrió la puerta y se apresuró a abrazarla mientras ella se descomponía en el suelo. Él la agarró como si de un puzzle se tratara, temiendo perder una sola pieza de su corazón destrozado.
Yo corrí a buscar las pilas del mando, sin entender porqué lloraba. Tampoco era para tanto, solo había que poner las pilas en su sitio de nuevo, colocar la tapa y ¡listo! ya podía ver mi serie favorita.

No volvimos a visitar a la abuela nunca más.

Años después comprendí que la abuela tenía deudas porque su pensión no le llegaba ni para comer. El banco intentó quitarle la casa, pero no pudo. Ella no pudo pagar las facturas y le cortaron la luz en pleno invierno. Murió por querer mantener vivo su corazón al calor de una vela para que pudiera seguir latiendo, porque esa semana se iba a vivir ilusionada con su querida hija, su yerno y su nieto, las únicas personas que le quedaban en la vida. Esas por las que seguía abriendo los ojos y mostrando una débil sonrisa. En casa el despacho de papá se había convertido en una acogedora habitación. Papá pasó meses acondicionando ese lugar para la abuela Elsa. Había una gran cama acogedora, llena de mantas calentitas, almohadones de plumón, sábanas limpias y secas, y una estufa que le diera calor cada noche de invierno.
Pero el invierno heló su corazón y la sombra de la oscuridad le robó el último aliento.

Elsa vivía en un pueblo, a las afueras de una ciudad española, cobraba una pensión lamentable y no podía permitirse pagar la luz para vivir dignamente y disfrutar de sus últimos años de vida junto a su familia.




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